domingo, marzo 11, 2007

All alone in Kyoto

Acostado en el medio de la cama, podía extender completamente los brazos de este a oeste sin que nada lo interrumpiera.
Algo casi inadmisible si recordaba que hasta no hacía mucho tiempo podía sentir el meridiano de Greenwich desde su este natural. Arrastraba la mano y podía sentirlo tangible. Esa canaleta, esa zanja. Tras él, una desconocida figura, un otro uqe ocupaba el territorio de manera despreocupada, a pierna suelta, ajena completamente. Se había transformado en un enemigo de rostro familiar que compartía sus sábanas.
Solían enrollarse sobre el medio de esa superficie compartida. No había fin en ese lugar sin límites. A veces se anudaban, otras dejaban parte de sí sobre el cuerpo ajeno, como muestra de la mutua soberanía. De la cama, de los cuerpos. Como banderas ondeando juntas.
Qué había sido de todo eso?
Luego, las guerras comenzaron. No porque reclamaran aún más espacio -qué disfrutaban más que esas rencillas de amantes en las que uno u otro acababa en el piso, entre risas histéricas-, muy por el contrario: el límite ya había horadado el lecho conyugal y no había nada más en disputa. Ya era todo silencio, intimidades propias, secretos, sueños individuales.
Ya no había ni buenas noches ni buenos días. Sólo muecas lejanas, como quien saluda con la cabeza a un conocido descartable.
Ni discusiones restaban, ya las habían agotado todas.
No quedaba nada que compartir, se trataba de dos soledades que vaya a saber uno por qué azar, se encontraban circunstancialmente en el mismo colchón.
Volvió a acariciar las sábanas de su cama, como quien reconoce el territorio virgen, y se durmió.

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