domingo, junio 20, 2004

Juanito y el lobo II (paseos metafísicos ante la pérdida de un aro)

Ciertamente me desluné irreversiblemente, como mencionaba más abajo.
Y yo sabía que tarde o temprano la luna abandonaría mi vida, porque con tanto preaviso, es fácil de suponer. Pero qué iba a hacer yo? No podía guardarla en un cajón para que no saliera y no se perdiera. Excede mi alcance interferir entre una luna y el mundo. Y esa luna en particular, era la luna de verano, de un último verano. Era la luna de mi último verano.
La vida sabe perfectamente cuánto me cuesta desprenderme de las cosas, y cuando cree que ya fue suficiente, me las arrebata así, sin derecho a réplica. Me despoja. Y yo la tiento. Lo sé y me expongo. Porque no gano nada con una luna encriptada.
Lo peor es que terminó de cuajo con la tríada Estrella-Luna-Sol. Estrella y Sol no tienen tanto sentido sin Luna. Estrella y Sol quedan como mitín barato en medio de la noche, me late a falta de orejón para el dofón de este tarro celeste.
Ya no tengo luna y en cambio tengo un vacío de luna mortal. Aún mayor que la luna misma. Si nunca hubiera tenido la luna, tampoco la hubiera necesitado y mucho menos anhelado.
Pero la melancolía es el último torbellino de la bañera, cuando baño de inmersión. No se puede recuperar ese último charquito sucio y jabonoso. Y la tristeza siempre es profunda, cuando en ese charquito había parte de uno. Y hay sabor a fundición con el mundo. Pero igual, porque es doloroso perder los límites del uno para hacerse uno con el todo. Pero la ganancia es mayor. O lo será. Perderse para encontrarse. Perder los límites logra cosas ilimitadas, plenas.
Creo.
Aunque con más firmeza creo que me voy a tener que comprar otro par de aros. Nunca tan lindos, nunca tan identificatorios, nunca tan míos. Aros como tantos otros aros. Aros que no importen que sean aros, o libros, o afectos. Aros-objeto, carentes de mi perfume.

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