miércoles, mayo 11, 2005

Salí en clip tlop bajando por el Uruguay. Tenía uno de mis días y el cansancio había quedado fuera de juego, por caduco.
No la vi llegar, de repente, tenía un brazo aferrado a mi brazo que me instaba a cambiar mi camino, a alejarme de mi río seguro y sumergirme en turbias aguas de jazz. Crucé, imposible resistirme. Corrientes rejuveneció cincuenta años.
Él me guiñó el ojo y lo primero que hice fue corroborar que el botón y el ojal de mi camisa estuvieran abrazados el uno al otro. Entonces, así, vestida, me entregué al roce de su saxo, que violentamente me había entrado por la raíz sacudiéndome en millones de particular vibrantes. Por eso no era raro que la música me acariciara la piel. Suave, despacio, erizándome pelo a pelo. Con movimientos envolventes y de adentro hacia afuera.
Y la boca se me llenó de besos que se acumulaban y se agolpaban sobre mi lengua impidiéndome -por suerte- pensar en palabras.
Era todo olfato y gusto y tacto y oído.
Y yo era como París, con la boca roja, henchida de placer, transpirando jazz y vida y muerte y sobre todo exceso.
Un sacudón, un cinco que se acercaba bufando desde algún submundo y que me llevó al aterrizaje forzoso.

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